Catarsis

«Cuando ya no sepas donde ir, sólo vete donde te de más miedo, las cosas que no puedes cambiar, son las mismas que acaban cambiándote luego.» Beret

Somos vulnerables, toda la armonía puede romperse en un periquete. Eso nos lo ha enseñado bien esta pandemia. Al parecer era verdad que el mundo puede cambiarte un sábado cualquiera comiendo nachos con queso en el sofá, feliz pensando en el vestido que ibas a ponerte para la súper boda del año, envuelta en lo que eran las preocupaciones del día a día y muy muy ajena a la realidad que se nos venía encima. Porque si nos dijesen hace un año que íbamos a estar más de tres meses encerrados en casa y que nuestra realidad iba a estar dominada por las restricciones y la necesidad de bajar esa dichosa curva vertiginosa, no nos lo hubiésemos creído jamás de los jamases. Esas cosas no pasaban aquí, podíamos verlas por la tele como mucho, en un pueblo remoto de China, y suspirar unos segundos… «pobre gente», y seguir cotilleando al vecino de turno en Instagram o achicharándonos el pelo con la ghd. Nuestras preocupaciones eran demasiado banales, podía pasarle a otros… pero no a nosotros. Así es el ego, asumimos con mucha naturalidad todos los éxitos, pero los fracasos, la desdicha… eso parece que no nos corresponde. Y por eso, todo este lío nos golpeó en la cara de una forma tan brusca e inesperada, no estábamos preparados para la adversidad, y menuda adversidad nos tenía preparada el destino.

Dicen que la Covid será el gran shock emocional de nuestra generación, que con los años todos lo que hemos vivido esta crisis estaremos marcados para siempre. Hace unas semanas leía en el periódico la carta de un lector que me hizo reflexionar mucho, decía algo así: «Cómetelo que nunca se sabe cuando puede venir otra guerra», solía decir mi abuela, aunque fuese un garbanzo lo que me dejase en el plato, su gran trauma colectivo fue el hambre. Me pregunto si en un futuro… dedicaremos a nuestros nietos frases como «abrázame que nunca se sabe.«

Lo cierto es que puede que el mundo sea un lugar demasiado inhóspito, doloroso e injusto, pero a pesar de ello, surge la enorme contradicción que presenta la vida porque nadie en su sano juicio quiere desprenderse de ella.

Esta pandemia ha sacado lo mejor y lo peor de las personas, ha hecho un click importantísimo e imborrable en nuestra forma de vivir, desenmascarando bestias y ángeles. Eso es lo que suele ocurrir en las grandes catarsis, aparecen los héroes y los villanos. Hace meses, cuando no dejaba de leer y oír barbaridades, en la calle, en la televisión… discusiones continuas, odios encerrados… pensé que era importante decidir qué clase de persona quería ser en estos días, porque está claro que toda esta odisea pasará, pero quedará en el recuerdo la persona que decidimos ser, lo que hicimos y lo que no.

Estaba enfadada con el planeta tierra, quejosa, bloqueada… debía cambiar eso, resurgir, salir de la tristeza, alejarme del ego, de los enredos mentales (la mente puede ser nuestra peor enemiga), debía trabajar en la adversidad, adaptarme a mis demonios, y sino se iban, al menos aprender a sobrellevarlos, a vivir con ellos de la mejor manera posible, sin que salpicasen demasiado. Quería recuperar mi fuerza personal, mi autoestima y todo eso que la pandemia me estaba arrebatando sin a penas darme cuenta. Darle la vuelta al miedo y a la incertidumbre, y que mis niños me recordasen dentro de veinte años como aquel personaje mítico y divertido en tiempos de pandemia, que les hizo no ser conscientes del ruido que aporreaba la puerta. Aunque no siempre resulta fácil luchar contra nuestros propios fantasmas, hay que enfrentarlos de raíz, intentar ser feliz en el presente, con lo que nos viene, sin lamentaciones, disfrutando, por que sino… ¿de qué habría servido?

El año de las verdades, de ordenar excentricidades e intentar tirar «pa lante», a veces respetando nuestros propios procesos y otras veces a lo burro, como se podía, en modo huída, no quedaba otra, lo esencial era no quedarse estancado. Sacándole partido a cada segundo, luchando y disfrutando a partes iguales, supongo que de eso va este partido.

Al final, en toda esta enorme reflexión, de tantos días en stand bye creo que descubrí muchas cosas sobre el mundo y sobre mi misma, esas cosas que no se si diría en voz alta, pero que he apuntado y subrayado en foforito en la libreta amarilla. Como que no me conformo, que no soporto a la gente que no entiende el cambio, de lo que sea, de opinión, de criterio, de corte de pelo… crecer es cambiar y punto. Que odio a la gente que critica y critica, porque no pueden y quieren que tú tampoco puedas. Que necesito como el respirar el arranque de aquellos que quieren comerse el mundo para ser felices, de esa gente con chispa mágica que ilumina las habitaciones e inspira a toda una constelación de estrellas. Que necesito del arte y de la belleza para entender los días, darles sentido y no ahogarme en un pozo. Que necesito escribir para huir de los inusuales grises. Que el mundo está lleno de una mediocridad aplastante que desea engullirnos, contra la que debemos patalear y luchar con todas nuestras fuerzas. Que es necesario cambiar los héroes y los referentes para seguir caminando con coherencia, bajo nuestros propios valores y convicciones. Que hay que saber buscar, buscar y buscar, hasta la saciedad, hasta emborracharnos de búsqueda. Y que todos esos que te han dicho mil y una vez que dejes de buscar y te centres en un camino, no saben absolutamente nada de ti.

Dicen que el ser humano tiene una enorme capacidad de adaptación, que no es bueno encerrarse en el ayer, pero si tuviese que escribir las cosas que más extraño de nuestra vida anterior, escribiría… (son tantas cosas). Los bares, esas tascas en las que bebíamos cerveza apelotonados, espalda con espalda, tirándonos la copa encima de vez en cuando, conociendo a cualquiera en una barra. La dichosa cancioncita del verano, cantar a voces en un karaoke, un finde por Malasaña, las cafeterías los días de lluvia repletas de paraguas en un cubo de plástico en la puerta, con ese olor a tarta de manzana recién hecha, los parques, los festivales de música, destrozarme las zapatillas en el fango, ese concierto de Izal al que nunca fuimos, un camping en Tarifa, tostarnos al sol en el chiringuito compartiendo espetos de sardinas, beber a morro, beber sidra en Asturias, tu y yo en Nueva York, volando en avioneta a Canadá, fotografiar los rascacielos de Chicago, un amigo haciendo surf en una playa remota de Portugal, compartir bollos con mantequilla, perdernos en Google maps y pelearnos por el CD del coche, los bocadillos de mortadela en la gasolinera de turno y ese café mítico con aguachirri que siempre repetimos a pesar de las consecuencias. La vida, un cúmulo inexplicable de momentos y sensaciones maravillosas que solían pasar desapercibidas, porque como dije en un post anterior, éramos felices (demasiado) y ni siquiera lo sabíamos.

Un abrazo enorme, y gracias por leerme. Os dejo una canción que me dice mucho en estos días raros. Con cariño y hasta la próxima princesas y sapos. BB

1 Comentario
  • Bea
    Responder
    25/01/2021

    Muy bonito ..no sabíamos la suerte que teníamos .

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